En una de aquellas ocasiones, el invicto General Álvaro Obregón "El Manco de Celaya" caminaba solitario por la plaza principal en Guaymas, Sonora; aceptando la invitación que le hizo un "bolerito"(lustrador) para asearse el calzado, sentándose en una de las viejas bancas de fierro fundido y tiras de madera pintadas de verde del histórico parque. Pronto ambos platicaban entusiastamente, más el niño, mugroso y descalzo, pues don Álvaro sólo lo interrogaba de vez en cuando, para provocar su plática y deleitarse escuchando sus respuestas vivas e inteligentes.
Así supo que el bolero se llamaba Manuel, que a la muerte de su padre tuvo que convertirse prematuramente en hombre para sostener a su pobre madre y dos hermanos menores, con el escaso dinero que ganaba aseando calzado en la vía pública.
Primero fue otro bolero largo, seco y moreno como vara prieta, quien interrumpió el palique, golpeando de pasada en la cabeza a Manuelito, mientras le decía
— ¡No se te vaya a olvidar, "Greñas"!
El niño casi entre dientes le repuso
–¡Ni a tí tampoco, "Setagüi"!
Luego fue otro limpia-botas chaparrito y gordo, vestido casi con harapos, quien al pasar le recomendó a Manuel:
— ¡No se te vaya olvidar, "Greñas"!
— ¡Ni a tí tampoco, "Uvari", repuso el chico.
Muy lentamente continuaba su trabajo Manuelito, interrunpido ahora por las preguntas del general y luego por nuevas recomendaciones de otros colegas boleros que al pasar le espetaban:
— ¡No se te vaya olvidar, "Greñas"!
Para todas las cuales, siempre tuvo la misma respuesta:
— ¡Ni a tí tampoco… "Rengo", "Sapo", "Mocos"…!
Al fin, Obregón convencido de la viveza del bolero, y conmovido por la dureza de su vida, la que enfrentaba con decisión de hombre maduro, le comunicó:
— Mira Manuelito, tú eres un chamaco muy inteligente, muy listo. Tu lugar está en una escuela. Estoy seguro que con preparación llegarás a ser un hombre útil, un ciudadano valioso…
— Pues sí general, pera la escuela no es para los pobres como yo -interrumpió-
— Ahora mismo voy a dar instrucciones a las autoridades locales para que le fijen una pensión decorosa a tu madre y así puedas asistir con desahogo a la escuela… ya verás como vas aprender cosas interesantes… te voy a encargar con el profesor Dworak, y antes de lo que piensas serás abogado o médico.
En una pequeña agenda de bolsillo, el general apuntó el nombre y la dirección de la viuda, datos que le proporcionó el muchacho con los ojos húmedos por la emoción.
— Bueno, Manuelito, pero ahora me vas aplaticar del jueguito ese de no se te vaya olvidar que traes con tu palomilla, le interrogó don Álvaro.
— Este… es que… me da pena contarle general…
— ¿Por qué pena…?
— ¡Es que es una leperada, mi general!
— Anda…Anda… platícame que al fin los dos somos hombres y yo me sé todas las leperadas del mundo -le repuso Obregón con una risita pícara y bajando la voz, como invitándolo a la confidencia-
— Bueno mi general… le voy a decir porque usted lo ordena, pero… cuando… cuando me dicen no se te vaya olvidar, me quieren decir, no se te vaya olvidar… no se te vaya olvidar ir a chingar a tu madre… y… y… pos yo les respondo ni a tí tampoco, explicó Manuelito, mientras guardaba trapos, cepillo y grasa con la cabeza gacha sobre el cajoncito de madera, para eludir la mirada de su interlocutor.
La carcajada de Obregón, alegre y sonora, voló a confundirse con el escandaloso canto de los chanates que plagaban los viejos "yucatecos".
— ¡Ah que chamacos cabrones!, dijo mientras se ponía de pie, y le extendía al chico dos moneditas de $2.50 oro nacional. Luego se despidió sin palabras, mesando(sobando) el pelo sucio y largo del bolerito, con su mano única.
El niño, sofocado por la emoción, apretaba con fuerza aquella fortuna con su manecita sucia de grasa, y en su alma, la promesa que le hizo, ni más ni menos que El Hombre Fuerte de México.
— ¡General…! gritó de pronto Manuelito con ansiedad, pensando en la prometida pensión para su madre…
Obregón se detuvo como a unos veinte metros de distancia ya, y por toda respuesta volteó la cabeza…
— ¡General… no se le vaya olvidar…!
El Jefe de los Ejércitos Constitucionalistas, trémulo el bigote entrecano, repuso:
— ¡Ni a tí tampoco, jijo de la rechingada—!
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